La psicología detrás del rechazo a llevar mascarilla
Andrés P. Mohorte
Desde que el coronavirus irrumpiera en nuestras vidas, la mascarilla se ha convertido en uncomplemento imprescindiblede nuestro día a día. Hoy su uso es generalizado y obligatorio en los espacios interiores (e incluso exteriores) de todos los países de mundo. Lo que no significa que todos sus usuarios la hayan aceptado de buen grado. Nuestra relación con la mascarilla oscila entre la acogida entusiasta, la aceptación resignada y las resistencias. Pasivas y activas.
A día de hoy sigue habiendo personas que reniegan de ella. Y hay motivos psicológicos que ayudan a entender su recelo.
Resistencias. Al fin y al cabo su uso aún es causa de gran confusión y escepticismo entre parte de la población. A ello han contribuido los mensajescontradictoriosde la OMS y del gobierno. A principios de marzo del año pasado parecieron irrelevantes; más tarde, esenciales para los sanitarios y los gruposvulnerables; y a finales de abril ya se situaron como una de las condicionesbásicaspara iniciar la desescalada. Desde entonces se han convertido en un elemento obligado en todos los contextos y circunstancias, especialmente en España.
¿Cómo entender, pues, las resistencias?
Uno: libertad. CNN recopila eneste reportajetres posibles explicaciones psicológicas para el rechazo a la mascarilla. El primero sería “la libertad”, una palabra manoseada hasta el extremo durante el último año y medio. La imposición de una prenda, por preventiva que resulte, chocaría con nuestra ansiada libertad de decisión y se interpretaría como una molesta injerencia del estado. Dicho de otro modo y en palabras de Steven Taylor, psicólogo y autor deLa psicología de las pandemias:
Nada que no hayamos visto en otras medidas generales que hipotecan la libertad individual al bien común, comoel tabacoo eluso del cocheen las grandes ciudades. Algunas medidas, en especial cuando tienen un carácter coercitivo, despiertan unaresistencia naturalen algunas personas. La mera idea de una obligación legislativa conduce a suspicacias.
Dos: la vulnerabilidad. Otro factor personal. Llevar mascarilla denotaría y señalaríavulnerabilidadde cara a los demás. Esto es algo especialmente importante en el caso de los hombres, como reveló en su momentoeste reportajede The Atlantic. Otro psicólogo, David Abrams, lo resume así: “Llevar una máscara es tan obvio como decirsoy un gato asustadizo”. Aquí operan varios sesgos. Desde el de “resultado” (no nos hemos contagiado hasta ahora sin ellas); hasta una compensación de nuestroscomplejosa través de la exacerbación del sesgo.
Dicho de otro modo: al llevar mascarilla creemos que nos mostramos débiles al mundo. Lamasculinidad frágilhace el resto.
Tres: la confusión.Tenemosalgunas certezas sobrelas mascarillas: sabemos que ayudan a reducir los contagios en entornos cerrados y en espacios de socialización mal ventilados; perotenemos dudasmás que razonables sobre su efectividad y conveniencia al aire libre, si acaso porque el volumen de contagios en exteriores es muy bajo. Pese a todo, las medidas han sido dispares: obligatorias caminando solo por el monte, como sucede en España, pero prescindibles cuando entramos a un restaurante. Esto ha generado una sensación de arbitrariedad legítima.
Eldebatecientífico al respecto esextenso. Todo ello ha convergido en un discurso público extremadamente confuso: un día no teníamos que comprarlas, otro día eran indispensables; otro día son obligatorias en la playa. Laambivalenciademensajespuede provocar que muchas personas decidan optar por lo más cómodo. Sin certezas, confundidos y condicionados por sus propios sesgos, las mascarillas se quedan en casa.
La decisión. ¿Qué hacer ante la duda? Pese al ruido y al inconcluso debate científico, hay un elementomuy clarorespecto a las mascarillas: el principio de precaución.Como explicannuestros compañeros de Xataka:
Dicho de otro modo: al margen de su efectividad, mayor o menor, el coste de llevar una mascarilla es extremadamente bajo. Es una intervención potencialmente muy beneficiosa sin apenas externalidades negativas, más allá de la “compensaciónde riesgos” (reducir la distancia social, lavarse menos las manos, falsa sensación de protección). Cuesta poco aplicarla. Y las ganancias futuras para toda la sociedad son altas (al menos hasta que la epidemia remita de una vez por todas).
Imagen:GoToVan/Flickr